La exposición inaugurada en el Museo Thyssen-Bornemisza explora la relación del maestro español con los clásicos de la pintura universal que fueron inspiración en su obra.
Le daba lo mismo. El pasado, el presente y el futuro. Tampoco hacía distingos entre lo sagrado y lo profano. Con su voraz iconofobia, Pablo Picasso, el más grande artista que caminó por el siglo XX, no dio la espalda, sin embargo, a quienes le precedieron con los pinceles. Lo cuenta el Museo Thyssen-Bornemisza con Picasso, lo sagrado y lo profano, exposición abierta hasta el 14 de enero de 2024 que pone punto final a las celebraciones del 50 aniversario de la muerte del maestro malagueño.
«Se consideraba a sí mismo como una especie de chamán», explica Paloma Alarcó, comisaria de la exposición, y asegura que «su manera de comunicarse borró las fronteras entre lo sagrado y lo profano». El argumento sirve de titular a la muestra.
Picasso no dejó de reconocer la influencia de los grandes pintores del pasado en su trayectoria. Así, contó la iluminación que experimentó ante Velázquez y El Greco en sus visitas al Museo del Prado, en su época de estudiante en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Lo decía así: «Yo no copio; yo robo».
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