ABC Cultura: ENTENDER LA MODERNIDAD DE PICASSO DESDE 1906

Autorretrato, Pablo Picasso, 1906
Autorretrato, Pablo Picasso, 1906
Pablo Picasso, Autorretrato, 1906. © Sucesión Pablo Picasso. VEGAP, Madrid, 2022

No mentimos cuando afirmamos que existe un cierto hartazgo y saturación de Picasso tras la avalancha de citas en el 50 aniversario de su muerte. No hay pestaña, legaña o juanete de sus «pies de andaluz» (la categoría es de Fernande Olivier, a la que pronto retornaremos) que no haya dejado de ser examinado, escrutado y releído en este 2023 de celebración. Y, sin embargo, la gran máquina de hacer dinero que es Pablo Picasso sigue mostrando buena salud (no hay más que ver el último remate en subastas de ‘Mujer con reloj’: 128 millones de euros). Hasta cincuenta grandes actos y eventos internacionales, principalmente a uno y otro lado de los Pirineos, pero también en Europa y EE.UU., ha dado pie el programa de este Año Picasso. Sin irnos muy lejos, mientras en Madrid se presenta el último de los mismos en forma de exhibición en el Reina Sofía, en la ciudad hay ‘eventos picassianos’ en el Museo Thyssen y La Casa Encendida.

La traca final

Por todo ello, poco margen para la sorpresa le queda al último cartucho, del que, por otro lado, se espera que sea la gran traca final, una propuesta que constate que ha merecido la pena la espera. La buena noticia es que todas estas circunstancias rodean la presentación y el despliegue de ‘Picasso. 1906. La gran transformación’, como les digo, inaugurada esta semana en el Reina Sofía con Eugenio Carmona como comisario. Solo la complicidad del Museo Picasso de París y los grandes préstamos internacionales (del MoMA, del Metropolitan, del Louvre o el Pompidou, por poner algunos ejemplos) ya merece el paso por las salas del centro dirigido por Manuel Segade, en las que obras determinantes de Picasso se cruzan con otras de Corot, de El Greco, de Cezánne; también con ejemplos del arte íbero, del románico, de la Antigüedad clásica o de las culturas africanas que tanto le fascinaron.

La tesis de la cita, en principio, resultaría inocua, pero en breve comienzan a saltar las chispas. Se trata de poner en valor un año en concreto, el de 1906, en el devenir del malagueño; de estudiarlo, de hecho, como un periodo más en su biografía con entidad propia, no como epílogo del ‘Periodo rosa’, ni prólogo a ‘Las señoritas de Avignon’ (en realidad ‘señoritas’ de la calle Avinyó, en Barcelona), donde todos los manuales de arte sitúan el nacimiento de la modernidad, vía cubismo, si se entra por la puerta de Picasso.

Conviene recordar que en ese año tuvo lugar el paso del joven pintor junto a su pareja del momento, la mencionada Fernande, por la localidad catalana de Gosol, otro de los nudos gordianos del paso a la modernidad del autor, de forma que ahí arrancaría el primer titular: un suflé, el de Gosol, que se rebaja, porque el germen de lo que sería la ruptura vanguardista no fue tan solo un ‘amor de verano’ (nunca mejor dicho en este caso). Aún así, el recorrido le deparará una sala, pequeña, las cosas como son, a esta estancia no tan de aislamiento. Y para defender su tesis, el comisario se apoya en dos conceptos, uno de ellos, el que enciende los fuegos artificiales: de un lado, el sentido de transculturalidad (un aro por el que no tuvieron que pasar otros padres de la vanguardia como Matisse o Cezánne); esa noción de andaluz emigrado a Barcelona que luego viaja a París y que le convierte en un «désaxé» (de nuevo Fernande) o ‘fuera de eje’, receptivo al otro, al cambio, y que conecta no solo con sus relecturas de grandes maestros del arte (El Greco, el más evidente, con un San Esteban del Prado que es una delicia; también más contemporáneos, como Corot, al que coleccionó, y con aparición estelar en la muestra), sino también con su apropiación del arte antiguo (occidental y africano) no con ojos de antropólogo, sino buscando la ‘koiné’, un origen común a todas las culturas.

Y, por otro lado –y por aquí sí que es por donde empiezan a correr los ríos de tinta–, una atención inusitada al cuerpo (concepto moderno, también por lo que de performativo conlleva) y no tanto al desnudo (término del arte del XIX) que para Carmona entronca con realidades de la época con las que flirteó nuestro protagonista, como el anarquismo libertario (asimismo, nudista. Y Fernande, otra vez, recordará el gusto de Picaso por trabajar desnudo; por practicar el nudismo con sus invitados; por regocijarse con sus «pies de andaluz»); las nuevas tesis sobre sexualidad de Freud y –¡tachán!– las primeras revistas homoeróticas alemanas de culturistas de comienzos de siglo. Por cierto, en un museo tan dado al ‘papelito’ como el Reina (y habida cuenta de que esta es una cita heredada de Borja-Villel) se echa de menos algún ejemplar en sala, más que nada, para reforzar la tesis. Nos tendremos que conformar con las fotos de Wilhelm von Gloeden y los efebos del Arqueológico de Córdoba.

¡No cunda el pánico!

¡Que no cunda el pánico! Ni Picasso era gay, ni bisexual, ni ‘fluid gender’ (aunque lo sean sus arlequines y saltimbanquis, según Apollinaire, o como explica el comisario, «sean muchos los estudios universitarios que en EE.UU. analizan su trabajo en esta clave»), sino que se pretende poner el acento en cierto círculo homosexual con el que se rodeó (Whilhelm Uhde, su primer marchante; Max Jacob o Gertrude Stein –¡Y qué maravilla su retrato del MoMA que ahora disfrutamos en Madrid, otro de esos hitos rodeados de leyenda de 1906! Apollinaire...), sin el que Picasso no habría sido Picasso.

En definitiva: que la modernidad –a él debida– se ha visto inevitablemente atravesada por cierta influencia de lo homosexual, que, según Carmona, en Picasso no será «excepción, sino categoría». Con coda final y caída del auditorio: Lo moderno fue 1906 y ‘Las señoritas de Avignon’, un retorno al orden. Fundido a negro.

No es Carmona un recién llegado a los asuntos picassianos, y su teoría se apoya en todo momento en otras (Cristoph von Tavel, Rober Lubar, Robert Rosenblum, Linda Nochlin...) que ya desde los noventa reparan en el asunto. Sea como fuere, merece acercarse a esta cita con los ojos limpios (hasta Carmona reconoce que quizás a Apollinaire le cegó la pasión), sin chaquetas homófobas y misóginas (lo habitual) u ondeando banderas arcoíris (en las que se arropa buena parte del arte universal, de Miguel Ángel a Warhol y más allá, pero esa ya es otra historia).

Solo así se disfrutará en 120 obras magníficas y ocho apartados con los avances de Picasso: el empleo de cuerpo como representación; su fusión de lo cotidiano y lo divino; de la modernidad con lo ‘primitivo’; las nuevas formas de relacionar forma y fondo y, por ello, de eclipsar la perspectiva renacentista; su escultura que, por el tratamiento del material, se ‘hace’ ante nuestros ojos; la mezcla de alta y baja cultura; cómo Picasso, de digestión lenta, come y regurgita... Algo se estaba gestando. Mirada limpia para no perdérselo. Saldrán ganando.