© Sucession Picasso, VEGAP, Madrid, 2023
Las 50 exposiciones organizadas para conmemorar el 50º aniversario de su muerte, que han puesto un énfasis extático en el artista, han ido de lo horrendo a lo excelente.
A medida que transcurren las décadas, la figura de Picasso pasa de tener la medida del genio a la del hombre legendario, concepto este último enigmático, turbio, pues a la leyenda de héroe de la modernidad se añaden otras conjeturas, incluso fabulaciones, dependiendo de las épocas culturales, pero eso es también lo que alimenta de tensión al personaje. Cincuenta años después de su muerte, museos de todo el mundo han celebrado al gran transformador de la pintura del siglo XX, al excéntrico (fuera del eje) y extranjero (de por vida, en Francia), al artista vernáculo y transcultural, al chamán y a quien, al contrario que Miró, jamás pretendió asesinar la pintura sino explotar hasta la última de sus posibilidades.
Bataille lo expresó de manera encomiable al referirse a sus cuadros como “horrendos”. En un artículo titulado Sol pútrido, celebraba así la descomposición picassiana del sol: “El mismo sol que simboliza la elevación, el logro formal, la unidad y productividad de una cultura, es un sol inherentemente violento y despilfarrador. Ese sol en su cénit, el más cegador, es el que alcanzamos a ver exponiéndonos a un peligro”. Picasso sigue siendo esa luz plausible en homenajes, exposiciones, seminarios, ensayos. Centelleos que en ocasiones nos iluminan o nos proyectan como sombras, pues sabemos que el sol escapa a una visión definitiva, privilegiada. De unas exposiciones, salimos enriquecidos, capaces de absorber su pintura en otro paradigma de valores; de otras, desposeídos, porque a veces el comisario es el obstáculo.
De espléndidamente horrenda —y aquí hay que ser literal— se puede calificar la que puede verse hasta el 7 de enero en La Casa Encendida, en Madrid. Espléndida por el volumen de piezas de la última década del artista, pero horrenda por la lógica de simulación que plantea. Picasso: sin título tiene como responsable a Eva Franch y es un artefacto disuasorio más que una exposición. Se compone de 50 obras retituladas por 50 artistas contemporáneos, dispuestas confusamente en dos salas casi a oscuras, saturadas de neones, espejos, cartelas sueltas y tarimas decoradas con frases prestadas, elucubraciones y reproches al homenajeado.
De la superficialidad a la fundamentación hay unos cuantos pasos, y nos llevan al Reina Sofía, donde Eugenio Carmona firma una exposición (hasta el 4 de marzo) cuya causa está en la alteración que se produce en la obra de Picasso y por extensión, en el arte moderno, en 1906, l’année du grand tournant, el año previo a Les demoiselles d’Avignon. Su tesis no es inédita, pero permite sumar lecturas a la luz actual, como la “emergencia del cuerpo como significado” en las pinturas que Picasso crea en el pueblo leridano de Gósol, la relación abierta del pintor con la homosexualidad, los deslizamientos de género en la iconografía popular que el artista observa en las pistas de circo y tinglados de feria, y que durante aquellos años fueron su spécialité. Carmona lo resume en la afirmación de que el pintor “trabajaba dialécticamente entre su propio desarrollo lingüístico y la sinergia con la koiné de lo primitivo”. La idea puede sonar complicada, pero traducida a las 120 obras que la componen es un espectáculo visual.
Otra sobresaliente es la doble exposición Miró-Picasso (Museu Picasso y Fundació Miró, en Barcelona, hasta el 25 de febrero), que ilustra la larga historia de complicidad y mutua admiración de dos espíritus innovadores, a través de pinturas, esculturas, libros y vínculos con Barcelona, además de ofrecer la oportunidad de ver piezas que difícilmente viajan, como el telón para el ballet Mercure (1924), o ver confrontados sus respectivos “gritos”, Llama en el espacio y mujer desnuda (1932) y Gran desnudo en una butaca roja (1929). En el Museo Thyssen, Lo sagrado y lo profano parte de las ocho obras de Picasso de sus colecciones más algunos préstamos, y está comisariada por Paloma Alarcó, bajo el aserto nada novedoso de que el artista concibe “su propia capacidad de creación como manifestación de un poder mágico”.
El Año Picasso cierra así un estimable programa de 50 exposiciones, 16 de ellas en España y el resto en el extranjero, con miradas diversas, desde historicistas (El cubismo y la tradición del trompe de l’oeil, en el Metropolitan de Nueva York) y biográficas (Fernande y Picasso en el taller de Bateau-Lavoir, en París) hasta penetrantes analogías (Picasso/Poussin/bacchanales, en Lyon). Todas han puesto un énfasis casi extático en el artista, aunque también han enunciado una idea interesante, por turbadora que nos resulte: que un autor tan prolífico es tanto un proceso como una persona. La verdadera aportación de la efeméride —y esta es la novedad que lleva aparejada una promesa de revisión del personaje y su obra— es la reciente creación del Centro de Estudios Picasso en el Museo Picasso de París, espacio dedicado a la investigación que reúne un espacio de documentación, una biblioteca y los archivos del museo, depositario de la primera colección picassiana del mundo. Parece que el gran artífice de la modernidad nos dirá también cómo debemos recordar.